Un duelo casi infinito

 Dos años sin escribir.

Dos años repletos de sufrimiento.
Dolor que pasó de ser provisional a ser permanente.
Igual que un pez en un charco sin poder apenas respirar. 
Una sombra apretada a mi cuerpo. 
Nunca dejaré de valorar suficientemente mi salud mental y emocional. 
Ahora después de dos años y medio y tres depresiones empiezo a ver la luz. 
Vuelvo a ser capaz de disfrutar de... De lo que sea. Todo me vale. 
Música, libros, paisajes, conversaciones, besos y abrazos, todo me sirve. 
Yo sólo quiero vivir, no quiero ser un héroe, tener dinero o poder, solo deseo poder seguir respirando acompasadamente. 
Eso y beberme la vida a tragos. 
Una crisis existencial a los cincuenta es muy jodida, con menos energía que a los cuarenta, menos ilusión, menos sueños. 
Y solo, terriblemente solo.
Pero tengo suerte de que mis pocos buenos amigos no me han abandonado durante mis batallas contra el apego.
Y mi familia que, sin saber realmente lo que se siente en una depresión, han estado ahí. 
Menos ella, la bendita madre que me parió. 
Cómo te echo de menos. 
Nos malcriaste dándonos tanto amor. 
Y ahora somos huérfanos con un vacío tremendo de amor. 
Siempre el alma de la fiesta, la chef acogedora, la Mamma de la que, orgullosos, sacábamos pecho. 
Nunca, nunca te hacía sentir de menos, siempre de más. 
Siempre dispuesta a conciliar en lugar reñir. 
Nobel de la Paz y de la Ciencia del Vivir.
En fin, cuando empiezas a salir de la cueva profunda, se te agolpan los buenos recuerdos de toda tu vida. 
Y, por supuesto, agradeces la inestimable sensación de estar vivo. 

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